EL FASCISMO,
VANGUARDIA EXTREMISTA DEL CAPITALISMO
Parece una
aberración que, después de dos guerras mundiales y de tantas luchas de los
pueblos del mundo en pro de la paz y de la justicia social, hoy tengamos que
seguir lidiando con el insidioso fascismo. Creíamos que lo habíamos enterrado
al término de la Segunda Guerra y después de aprobar la Carta Universal de los
Derechos del Hombre, pero la verdad es que sigue vivito y coleando. Vale la
pena, entonces, preguntarse por las razones de esa sobrevivencia. Umberto Eco
escribió, en ese sentido, un trabajo titulado “El fascismo eterno”. Sería
terrible para la Humanidad que eso fuera una probabilidad cierta. Yo prefiero
pensar –y en eso está comprometida la sociedad mundial democrática- que, más
temprano que tarde, le pongamos una lápida que diga: Junto a su padre, aquí
yace el fascismo. Para eso, que todavía falta mucho, al lado de este hijo odioso habría que
sepultar primero a su padre, el capitalismo. Primero tenemos que lograr que se
haga casi unánime la conciencia del riesgo que corre la civilización humana si
no lo logramos, cuando menos, a mediano
plazo. Y por eso también se hace cada día más perentoria la urgencia de
desarrollar a todos los niveles una batida universal contra el fascismo. Esta
iniciativa del Centro Nacional de Historia, se inscribe, precisamente, en esa
inaplazable tarea mundial. Y ahora, aquí, en la patria de Bolívar, forma parte
de la gran batalla por la preservación y el fortalecimiento de nuestra Revolución
Bolivariana.
Sobre el fascismo se ha derramado
tanta tinta y se ha discutido tanto que parece casi imposible añadir algo
nuevo. Pero siempre –y ahora más que nunca- hace falta decir algo de lo
que nos está aconteciendo con ese
monstruo de mil cabezas. Y no solo por sus testas erizadas de odio, sino porque
ese monstruo tiene muchas caras. Y en cada momento en que emerge de sus
nauseabundas aguas, muestra rostros diferentes. En sus primeros tiempos se
disfrazó de socialismo. Mussolini era un iracundo “socialista” y el movimiento
de Hitler fue el “nacional-socialismo”; en España se abrazaron a los principios
cristianos y aquí se autodenominan como los primeros en la Justicia, invocan el
“progreso”, se colocan en sus cabecitas apátridas el tricolor patrio, tratan de
parecerse –por supuesto, solo en los ademanes y en una especie de ritual
grotesco- al que nos devolvió la patria, la verdadera, la de Bolívar y los
llaneros de la Independencia, la de los pat’enelsuelo de ayer y de hoy. Y lo
peor es que logran así penetrar en la mente de mucha gente sana y de buena fe.
Esa facilidad para el disfraz y la tramoya teatral, para el show embaucador nos
impone la obligación de estar alertas, de no caer en el lugar común para
describirlos, reconocerlos y denunciarlos, de promover el estudio científico
del fenómeno y de combatirlo a partir del conocimiento pleno de sus fortalezas
y sus debilidades.
Hemos dicho que se trata de un
monstruo de muchas caras. Sea cual sea el ángulo de nuestro enfoque, a
sabiendas de que estaremos acotados por las exigencias epistémicas de un campo
discursivo específico, es decir, sea en el ámbito académico, en el de la confrontación
política directa o en el de la propaganda o la agitación, en cada uno de ellos
hay que proceder con suma destreza teórico-práctica. Utilizando los recursos
propios de cada uno de esos campos, hay que estudiarlos con sumo cuidado. Al
efecto, creo que habría que distinguir, en términos bastante amplios, varios
caras del monstruo. El fascismo es una
ideología, una variante extrema de la cosmovisión burguesa; es (ha sido y puede
ser) un régimen, incluso un gobierno en particular; es un modo, un estilo de
ejercer el poder y es también, por supuesto, un modo de hacer política.
En la primera de las caras estamos
ante doctrinas que postulan principios y valores determinados, como el
corporativismo mussoliniano, el nacionalsocialismo nazi o el nacional-integrismo
falangista español, que han sido sus concreciones históricas más conocidas y,
además, las que más han influido en América. Otras variantes –ya en el plano de
la organización política- menos conocidas, fueron la Guardia de Hierro en
Rumania, la Unión Británica de Fascistas en Inglaterra, las Cruces Flechadas en
Hungría, la Ustashi en Croacia, el Partido Popular Francés y Unión Nacional en
Portugal. La segunda cara sería la
encarnación de esa doctrina en un régimen determinado. Tal vez el más nítido
haya sido el del nazismo. La tercera vendría a ser cualquier régimen o gobierno
que, a partir de un conjunto de ideas antidemocráticas, viole sistemáticamente
los derechos humanos y ejerza el poder mediante la aplicación de prácticas
terroristas. En América Latina, el modelo más representativo fue el de la dictadura
de Pinochet en Chile. Esta última faceta es la que ha dado cabida a una
designación tan amplia sobre el fenómeno fascista a nivel mundial. Como
sabemos, fascismo se deriva de los facie
di combatimento –brigadas de combate- que instituyó Mussolini para sus
acciones de masas. Facio, del latín faci, es el haz que sostenía la unidad
del Imperio Romano. Ese símbolo sirvió también como identificador icónico para
el falangismo español y para sus congéneres latinoamericanos, Copei en
Venezuela y la Democracia Cristiana en Chile, cuyo antecedente inmediato, la
Falange, tenía como logo un haz de trigo, luego sintetizado –para evitar una
identificación tan evidente- en una punta de flecha. Coincidencias sospechosas
que desaparecieron por el desprestigio internacional del régimen franquista,
con el cual la democracia cristiana mundial tuvo ingratas cercanías. Mediante
este procedimiento lingüístico traslaticio, la palabra fascismo asume la
inmensa carga semántica de todas las formas, tanto genealógicas como
generatrices, de los regímenes de ultraderecha que violan en forma flagrante y
extrema los derechos humanos. Esta circunstancia ha generado un justificado
reclamo, en particular del ámbito académico. Se plantea que se estaría
incurriendo en una errónea atribución taxonómica al sobrecargar polisémicamente
el vocablo “fascismo”., con lo cual se corre el riesgo de tildar de fascista a
todo régimen autoritario. El planteamiento se hace basándose en el principio de
que todo vocablo o enunciado, y en particular aquellos que implican conceptos
vinculados a cualquier área del saber, están marcados en su uso por las
determinaciones propias del campo discursivo. Se trata de advertir, en este
caso, sobre el uso del término, en las Ciencias Sociales, solo cuando se alude
a un fenómeno a cuyo evento concurren solo un determinado conjunto de características
que lo definen. Sin embargo, también hay que reconocer que en la jerga política
de todo el mundo y, por supuesto, con mayor frecuencia, en el campo de la
confrontación política contingente, la palabra “fascismo” se ha cargado en el
uso cotidiano de una significación múltiple que ni las academias de la lengua
ni los estudiosos de las ciencias sociales pueden obviar y, menos aún,
desconocer. El criterio del uso, avalado por la palabra sabia de don Andrés
Bello y por los estudios lexicológicos inobjetables de Ángel Rosenblat, siempre
termina en estos ámbitos por ser decisorio. Para obviar ese riesgo, hay quienes
prefieren usar “nazifascismo” para los casos históricos más nítidos, pero
también se les objeta el hecho cierto de que, a pesar de algunos elementos
comunes y de sus coincidencias estratégicas, no hay una identificación plena
entre el fascismo italiano y el nazismo alemán. Otra fórmula, también riesgosa,
y además confusionista, es aquella a la que acuden los que intentan taxonomías
más ceñidas. Es el caso de José Ignacio López Soria en El pensamiento fascista (1930-1945), antología y estudio sobre el
fascismo en el Perú, que distingue entre “fascismo aristocrático”, “fascismo
mesocrático” y “fascismo popular”, atribuidos los dos primeros a José de la
Riva Agüero y a Raúl Ferrero Rebagliati, y el último, a La Unión Revolucionaria.
Y la otra, que ha tenido más aceptación y que es de uso frecuente entre
políticos con formación académica, prefiere hablar de “neofascismo”, sobre todo
en los casos de los regímenes subsidiarios y derivados que comparten rasgos
básicos con los fascismos históricos, y más aún cuando se trata de movimientos
o regímenes de las últimas décadas.
Lo que sí me parece pertinente es
distinguir entre el fascismo en el poder y el fascismo en la oposición. Lo
señalo porque tanto la fórmula italiana como la alemana, que luego se ampliaron
y tuvieron expresiones nacionales diferenciadas en casi toda Europa, fueron los
dos modelos clásicos que marcaron la historia del fascismo mundial, pero, en
cambio, los fascismos en la oposición son tan variados y específicos que,
aunque comparten algunos elementos comunes, habría que hacer un estudio más a
fondo para poder hablar con propiedad de los llamados “neofascismos”. Por
ejemplo, en América Latina ha habido después de la Segunda Guerra Mundial algo
así como ciclos de dictaduras militares, todas impuestas por el imperialismo
norteamericano en el desarrollo de la estrategia de contención del comunismo
implementada inicialmente por el gobierno de Truman y continuada
consecuentemente por los gobiernos sucesivos hasta el evento de la Torres
Gemelas de Nueva York, a partir de lo cual el “comunismo” se trasmuta como por
arte de magia en “terrorismo”. “De esa
historia yo tengo un rollo”, como dice la voz del común. Ya sabemos de qué se trata y, además, lo hemos
vivido, mejor, lo hemos padecido y, sobre todo, lo siguen padeciendo los
pueblos invadidos y masacrados de Afganistán, de Irak, de Libia y, ahora,
¡luchemos para que no sea así!, de Siria. Decíamos que en América Latina hubo,
después de la Segunda Guerra, dos oleadas de dictaduras militares, la primera,
en la década del 50 (Pérez Jiménez en Venezuela, Remón en Panamá, Rojas Pinilla
en Colombia, Odría en Perú, Aramburu en Argentina, Batista en Cuba), y la
segunda, en la década de los 60 y los
70, después de la Revolución Cubana y, particularmente, del golpe en Chile
contra el gobierno de la Unidad Popular (en Brasil, entre 1964 y 1985, los
llamados “gorilas” Castello Branco, Costa e Silva, Garrastazu Medici, Geisel y
Figuereido; en Argentina, entre 1966 y 1970, Onganía, y entre 1976 y 1982,
Videla, Viola y Galtieri; en Uruguay, entre 1976 y 1984, Bordaberry, y en
Chile, entre 1973 y 1900, Pinochet). Es evidente que, entre las dictaduras del
primer ciclo y las del segundo hay diferencias notorias, entre otras cosas
porque para borrar de la mente de todo un continente los malos ejemplos de la
Revolución Cubana y la reincidencia del socialismo con Allende, se requería la
implantación de algo más que una simple dictadura. Tal vez por eso es que se
tiende a denominar a las dictaduras del segundo ciclo como regímenes fascistas
y a los otros no. En general, podríamos decir que la calificación de fascista
solo se aplica cuando, junto a la violación de los derechos humanos y la
liquidación de la democracia burguesa, se incorporan ingredientes de la
ideología más extremista del capitalismo en la conducción del Estado junto con
los métodos terroristas más extremos contra todo el espectro político progresista
y revolucionario. Esta es apenas una aproximación al problema. Sé que es un
tema polémico y pienso que habría que someterlo a un examen más riguroso.
Otra cosa es el fascismo en la
oposición. Habría que analizarlo tanto por regiones como por etapas. En Europa,
durante el período en que asumieron el poder los nazifascistas e, incluso,
durante el desarrollo de la Segunda Guerra, el contagio fue mundial. El
fascismo se expresó de múltiples formas. A nivel teórico y en el campo de la
propaganda y la agitación, aunque minoritario, logró movilizar a grupos muy
aguerridos de los sectores derechistas más cerriles. En Latinoamérica,
especialmente en el cono Sur, y también en Brasil, tuvieron mucha presencia.
Allí influyó, en gran medida, la inmensa inmigración europea, en Argentina básicamente
italiana y en Chile, alemana. En Chile la confrontación fue muy violenta. Cuando
salían en sus actos de masa los obreros de la FOCH, central obrera fundada por
Luis Emilio Recabarren, y los grupos socialistas y comunistas, en actividades
de propaganda, las brigadas fascistas –más bien, nazistas- provocaban
enfrentamientos de extremada violencia. Hubo, incluso, una situación extrema,
muy lamentable, cuando, el 5 de septiembre de 1938, 80 jóvenes de la juventud
nazi, militantes del Movimiento Nacional Socialista de Chile, tomaron el
edificio del Seguro Obrero, donde mataron a un carabinero y secuestraron a los
empleados, y la sede de la Universidad de Chile, donde también secuestraron al
rector. Gobernaba el famoso líder de la derecha populista, Arturo Alessandri
Palma, y los nazis querían forzar una acción desestabilizadora para provocar un
golpe de Estado. Ante la negativa de los tomistas de desalojar esos locales,
las fuerzas armadas los redujeron y fusilaron a más 63. Este episodio, que aún
se recuerda en Chile como algo inusitado en un país famoso por su
institucionalidad democrática, ilustra bastante bien las características que
asumía el fascismo en la oposición desde sus primeras incursiones en la vida
política del continente. En Chile no existe la palabra “arrechera”, pero el
talante es el mismo que los que la invocan hoy. El resultado es muy similar
allá y aquí y en tiempos muy distantes: enfrentamientos de gran violencia física de
brigadas armadas, allá por las razones ya explicadas y aquí por el
desconocimiento de las decisiones legítimas de las instituciones democráticas. ¿Es,
pues, un exceso establecer una semejanza entre eventos tan distantes en el
tiempo? ¿Es, acaso, un exceso llamar fascistas a estos políticos “arrechos” de
hoy? Si se sumara este caso, que dejó un
saldo trágico de doce muertos y más de cien heridos, a los numerosísimos hechos
de violencia verbal y física, de violación flagrante de la legalidad
democrática y de acciones desestabilizadoras y terroristas en todo lo que va de
siglo, los historiadores y los analistas políticos que siguen con atención lo
que está pasando en nuestro país se quedarían cortos con el simple cognomento
de fascista para el núcleo más agresivo de la oposición. A eso habría que
sumarle su origen clasista, ligado a grandes empresas trasnacionales, su
filiación ideológica inicial: “Religión, Familia y Propiedad” (¿se recuerdan de
aquellos muchachitos, todos blancos y bien arregladitos, que distribuían
volantes y folletos, a la salida de las misas domingueras, especialmente en
Altamira? Y ¡qué curioso! A mí me recuerda al grupo de la ultraderecha fascista
de la Universidad Católica de Chile, Patria y Libertad, dirigido por Jaime
Guzmán, que cumplió en la campaña desestabilizadora contra Allende el mismo papel
que estos “muchachos progresistas” antibolivarianos; el desprecio que sienten
por nuestro pueblo, al que llaman “hordas chavistas”; el irrespeto a la persona
del Presidente, a quien han llegado a nombrarle su madre y a auspiciar el
magnicidio por diversos medios de comunicación; el golpe de Estado, que fracasó
pero que acarreó el secuestro del Presidente durante dos días, la introducción
en el poder del dirigente máximo de los empresarios vendepatria y la
conculcación y desmantelamiento inmediato de toda la institucionalidad
democrática; la ocupación, a partir del 22 de octubre de 2002, durante más de
un año, de la plaza Altamira por grupos uniformados de oficiales de alto rango
de las Fuerzas Armadas para promover una insurrección y pedir la renuncia del
Presidente; los atentados dinamiteros contra varias embajadas extranjeras; una
huelga petrolera, dirigida por la cúpula gerencial apátrida de Pdvsa, que
paralizó durante más de un mes el corazón de la economía nacional; la
introducción al país de un contingente de paramilitares colombianos para
asesinar al Presidente; una guerra mediática implacable basada en la mentira,
el escarnio de los funcionarios públicos, la generación perversa y morbosa de
estados de desasosiego y miedo; las campañas desestabilizadoras basadas en el
acaparamiento y la especulación de los productos de consumo masivo; la conexión
con los sectores y grupos más delirantes
y desacreditados de la derecha mundial de Estados Unidos (léase “gusanera” de
Miami), de Colombia (léase Uribe, la ultraderecha terrorista y su vástago
preferido, los asesinos grupos paramilitares), de España (léase el fascista
Partido Popular y el diario El País);
el desconocimiento de todas las decisiones adversas –solo reconocen las que los
favorecen-; la implementación de un mensaje equívoco que finge ser moderno,
respetuoso de la legalidad democrática y amplio y cuyo caramelito empalagoso es
el Progreso (¿sabrán ellos que ese era el lema sagrado de la oligarquía latinoaméricana
decimonónica?). Esta incompleta, aunque suculenta lista, contiene apenas algunos
de los ingredientes que deberían integrar el plato –evidentemente tóxico- que
le ofrece esa oposición al pueblo venezolano. ¿Exageramos o estamos
descarriados si los llamamos fascistas? Me atrevería, incluso, a proponer una
nueva categoría a partir del caso venezolano. Yo la llamaría el fascismo
vergonzante.
Todo lo anterior me anima a esbozar
algunas consideraciones finales. Solo son anotaciones que podrían servir de
punto de partida para investigaciones y desarrollos más específicos y
abarcadores.
El fascismo nace y se desarrolla
históricamente como respuesta radical y agresiva contra todo proceso
revolucionario en auge, especialmente si éste es de signo marxista.
Cuando los revolucionarios llegan al
poder, el fascismo orienta toda su acción a liquidar ese gobierno, utilizando
todos los medios a su alcance y, en particular, la violencia terrorista.
Ejemplo: La contrarrevolución armada de toda Europa contra el poder soviético.
Cuando los revolucionarios representan
un peligro para el poder burgués, el fascismo asume la hegemonía política para reprimir con
violencia extrema a ese enemigo y para impedir que desplace a los capitalistas
del poder. Ejemplo: Italia y la toma del poder por Mussolini; Alemania y el
ascenso al poder de Hitler.
En América Latina, cuando las
fuerzas revolucionarias pueden tomar el poder, la alianza histórica de las
oligarquías dependientes se moviliza e instala regímenes neofascistas para
impedirlo, y cuando, ya en el poder, la revolución se convierte en “un mal
ejemplo”, la contrarrrevolución actúa con extrema violencia e instala un
régimen fascista que declara el exterminio del enemigo y gobierna con mano de
hierro para impedir que renazca el enemigo o que se contagie a otros países esa
nociva experiencia. Ejemplo: El golpe de Pinochet contra el gobierno de la
Unidad Popular en Chile y el golpe frustrado en Venezuela contra la Revolución
Bolivariana. Un dato que no amerita comentarios: apenas derrocado el presidente
Allende, durante una alocución televisiva, el general Leigh, miembro de la
Junta golpista, dijo que iban a “extirpar de raíz el cáncer marxista”.
En resumen, el fascismo es la
variante extrema, más radical, del capital monopólico internacional cuya
función primordial es, en el sentido preventivo, tratar de detener o anular
situaciones de auge revolucionario que pongan en peligro su hegemonía o, en el
sentido curativo, conspirar para deponer gobiernos revolucionarios
anticapitalistas. En ambos casos, sus procedimientos –fundados y legitimados
por un cuerpo doctrinario de extrema derecha- se caracterizan por formas
sumamente violentas que implican la violación flagrante de los derechos
humanos, sociales y políticos consagrados por los organismos internacionales
encargados de preservarlos. Sin embargo, estos organismos, diseñados,
instalados y controlados por el polo imperialista dominante, funcionan solo
cuando le conviene al hegemón imperial.
En consecuencia, el fascismo no es un
sistema económico-social diferente al sistema capitalista, sino su fachada más
radical y extremista. Por eso, el fascismo es, en algunos casos, la vanguardia
del capitalismo para enfrentar situaciones de auge revolucionario, y, en otros,
su retaguardia para apoyar al sistema dominante cuando éste está en
dificultades.
De allí que no sea correcto tildar
de fascista a todos los gobiernos de derecha, aún cuando éstos puedan ser muy
represivos. Porque, al final, como término que se empieza a usar para todo,
termina por perder su sentido específico y su fuerza simbólica y política. Ejemplo:
la diferencia entre el gobierno de Pinochet y el de Piñera, en Chile. Lo mismo
se aplica a los sistemas de pensamiento, a los movimientos sociales y a los
partidos políticos. En tal sentido, no son lo mismo, aunque coincidan en muchas
cosas, Acción Democrática y Copei que Primero Justicia.
En definitiva, la insurgencia
revolucionaria acarrea la emergencia contrarrevolucionaria del fascismo.
En sentido estratégico, el fascismo
intenta no solo impedir el acceso al poder de los sectores revolucionarios o de
liquidar gobiernos establecidos, sino –en ambas direcciones- hace hincapié y
procura, no solo que todo sea muy notorio, sino que se haga con métodos y
procedimientos tan violentos y extremos como para que sirva de escarmiento y no
quede ninguna duda de que, aunque haya que violar la legalidad democrática, lo
volverían a ejecutar igual o peor si la situación lo justifica. Un ejemplo es
la similitud entre el golpe de Estado en Indonesia contra el gobierno de
Sukarno el 30 de septiembre de 1965, cuando se asesinó fríamente a seis
generales, hubo entre quinientos mil a un millón de muertos y se exterminó casi
totalmente a la militancia comunista, y el golpe contra Allende, con resultados
muy parecidos. Estas escalofriantes semejanzas nos deben alertar sobre los
riesgos que corren los procesos revolucionarios actuales en Nuestra América. Por
eso, preservarlos y defenderlos son tareas primordiales de este momento
histórico.
Aquí también hay un contingente
neofascista que ha logrado hegemonizar la oposición a la Revolución
Bolivariana. Nuestro reto es, primero conocerlo, estudiarlo, desnudarlo,
denunciarlo y, en definitiva, neutralizarlo y aislarlo. En tal sentido, los
nuevos historiadores tienen, entre otras tareas, además de rescatar y de reinterpretar
el pasado, el reto de estudiar concienzudamente este fenómeno del presente y
entregarnos herramientas para enfrentar con mayor seguridad al neofascismo, que
es, en estrecha alianza con el gran imperio, el enemigo fundamental de nuestra
democracia revolucionaria.
Se supone que ese trabajo debería
partir de un detallado estudio de las clases sociales en el país y de su
evolución durante la Cuarta República hasta nuestros días. Y en particular,
creo que es sumamente importante revisar el papel que han jugado y están jugando
las capas medias en todo este trayecto histórico. Su correcta ubicación en el
espectro doctrinario y político nacional ha sido y sigue siendo decisivo. No
hay que perder de vista que el proceso revolucionario bolivariano se las juega
en las urnas. Y que los ajustes tácticos del futuro inmediato dependen, en gran
medida, del grado de compromiso ideológico y político de ese gran contingente
social, que ha sido y sigue siendo presa fácil de las acechanzas de los sectores
fascistizados de la derecha criolla. A propósito, todavía no logro explicarme
la inexistencia de un espacio claramente definido de producción, debate y
divulgación teórica, en el que puedan concurrir libremente todas las
organizaciones e individualidades progresistas y revolucionarias para exponer y
discutir las cuestiones esenciales que atañen al desarrollo y profundización de
la Revolución Bolivariana. La experiencia nos demuestra que, sin un
conocimiento amplio y cabal de la realidad nacional, es imposible avanzar con
claridad de miras en los procesos de cambio revolucionarios. Espero que esta
carencia, que implica una debilidad significativa en el frente teórico, se
pueda resolver a corto plazo. El estado de cosas actual nos dice que es una
exigencia de primerísima importancia, pues atañe a uno de los centros
neurálgicos de toda revolución. Un descuido en tal sentido nos puede conducir,
sin vuelta atrás, al barranco electoralista y, peor aún, a los despeñaderos del
pragmatismo político. Aunque se está publicando y debatiendo mucho sobre temas
internacionales, sobre las novedades aportadas por la experiencia venezolana y
por la de otros países del continente y sobre aspectos históricos nacionales
que estaban abandonados o mañosamente distorsionados por los ideólogos
burgueses, hacen falta análisis de coyuntura, estudios específicos de la
realidad nacional que inserten el estado actual de las cosas en el torrente de
la crisis capitalista global.
Una consideración final sobre algo
que flota en el ambiente y, supongo, está en la mente de todos ustedes. Se
trata de lo siguiente: si bien es cierto que la Revolución Bolivariana ha
salido airosa en todos, menos en uno, de los eventos de consulta popular y que
sigue teniendo ese apoyo, aunque con una merma preocupante, la
contrarrevolución sigue siendo, más que un adversario leal, un enemigo de
consideración. Un nuevo triunfo electoral de la revolución sería, sin duda,
solo la disipación de la posibilidad del acceso al poder de los neofascistas criollos, pero no su
derrota total. Al respecto, hay que tener presente dos cosas: la primera es que
su suelo social interno lo constituye la inconmovible aceptación de su mensaje
por parte de amplios sectores fanatizados de las capas medias e, incluso, de
trabajadores ganados para su causa mediante la intensa guerra mediática
opositora; y la segunda es que su apoyo ideológico, político, mediático y
financiero fundamental está afuera, en los centros hegemónicos del capitalismo.
Lo previsible, a mi juicio, es que sus derrotas electorales en el futuro
inmediato, no solo en Venezuela, sino en todo el continente, lo irán
arrinconando cada vez más, pero, al mismo tiempo, lo pueden convertir en un
núcleo más homogéneo y compacto y, por tanto, más peligroso. Y seguramente,
como respuesta a la ampliación y consolidación –también previsible- del frente
antiimperialista latinoamericano y caribeño, se hagan equivalentemente más
agresivos y arrecien, con asesoría y
financiamiento externo, las acciones de sabotaje y de carácter terrorista. En
ese caso, estaríamos ante un neofascismo ultraderechista de la más alta
peligrosidad. Hay que prepararse, pues, para combatir contra un enemigo
reducido y ávido de venganza, pero ahora mucho mejor apertrechados técnicamente
que los facie de combatimento originarios. En tanto enemigo del
catastrofismo, espero estar equivocado. En todo caso, la mejor manera de
derrotar al fascismo es ganar la batalla de las ideas. Nosotros contamos con
varios contrafuegos muy importantes. Además del apoyo mayoritario de nuestro
pueblo y el de los pueblos y gobiernos revolucionarios y progresistas del
continente, disponemos de uno, de carácter disuasivo, que es la unidad
cívico-militar. Pero si queremos disponer de un contrafuego mucho más eficiente
y efectivo y que es además estratégico y preventivo, debemos hacer más
esfuerzos aún para ampliar y fortalecer el de la conciencia. No lo descuidemos.
Luis
Navarrete Orta
Caracas,
25 de septiembre de 2013
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