viernes, 22 de noviembre de 2013

EL FASCISMO




EL FASCISMO, VANGUARDIA EXTREMISTA DEL CAPITALISMO


         Parece una aberración que, después de dos guerras mundiales y de tantas luchas de los pueblos del mundo en pro de la paz y de la justicia social, hoy tengamos que seguir lidiando con el insidioso fascismo. Creíamos que lo habíamos enterrado al término de la Segunda Guerra y después de aprobar la Carta Universal de los Derechos del Hombre, pero la verdad es que sigue vivito y coleando. Vale la pena, entonces, preguntarse por las razones de esa sobrevivencia. Umberto Eco escribió, en ese sentido, un trabajo titulado “El fascismo eterno”. Sería terrible para la Humanidad que eso fuera una probabilidad cierta. Yo prefiero pensar –y en eso está comprometida la sociedad mundial democrática- que, más temprano que tarde, le pongamos una lápida que diga: Junto a su padre, aquí yace el fascismo. Para eso, que todavía falta mucho,  al lado de este hijo odioso habría que sepultar primero a su padre, el capitalismo. Primero tenemos que lograr que se haga casi unánime la conciencia del riesgo que corre la civilización humana si no lo logramos, cuando menos,  a mediano plazo. Y por eso también se hace cada día más perentoria la urgencia de desarrollar a todos los niveles una batida universal contra el fascismo. Esta iniciativa del Centro Nacional de Historia, se inscribe, precisamente, en esa inaplazable tarea mundial. Y ahora, aquí, en la patria de Bolívar, forma parte de la gran batalla por la preservación y el fortalecimiento de nuestra Revolución Bolivariana.
            Sobre el fascismo se ha derramado tanta tinta y se ha discutido tanto que parece casi imposible añadir algo nuevo. Pero siempre –y ahora más que nunca- hace falta decir algo de lo que  nos está aconteciendo con ese monstruo de mil cabezas. Y no solo por sus testas erizadas de odio, sino porque ese monstruo tiene muchas caras. Y en cada momento en que emerge de sus nauseabundas aguas, muestra rostros diferentes. En sus primeros tiempos se disfrazó de socialismo. Mussolini era un iracundo “socialista” y el movimiento de Hitler fue el “nacional-socialismo”; en España se abrazaron a los principios cristianos y aquí se autodenominan como los primeros en la Justicia, invocan el “progreso”, se colocan en sus cabecitas apátridas el tricolor patrio, tratan de parecerse –por supuesto, solo en los ademanes y en una especie de ritual grotesco- al que nos devolvió la patria, la verdadera, la de Bolívar y los llaneros de la Independencia, la de los pat’enelsuelo de ayer y de hoy. Y lo peor es que logran así penetrar en la mente de mucha gente sana y de buena fe. Esa facilidad para el disfraz y la tramoya teatral, para el show embaucador nos impone la obligación de estar alertas, de no caer en el lugar común para describirlos, reconocerlos y denunciarlos, de promover el estudio científico del fenómeno y de combatirlo a partir del conocimiento pleno de sus fortalezas y sus debilidades.
            Hemos dicho que se trata de un monstruo de muchas caras. Sea cual sea el ángulo de nuestro enfoque, a sabiendas de que estaremos acotados por las exigencias epistémicas de un campo discursivo específico, es decir, sea en el ámbito académico, en el de la confrontación política directa o en el de la propaganda o la agitación, en cada uno de ellos hay que proceder con suma destreza teórico-práctica. Utilizando los recursos propios de cada uno de esos campos, hay que estudiarlos con sumo cuidado. Al efecto, creo que habría que distinguir, en términos bastante amplios, varios caras del monstruo.  El fascismo es una ideología, una variante extrema de la cosmovisión burguesa; es (ha sido y puede ser) un régimen, incluso un gobierno en particular; es un modo, un estilo de ejercer el poder y es también, por supuesto, un modo de hacer política.
            En la primera de las caras estamos ante doctrinas que postulan principios y valores determinados, como el corporativismo mussoliniano, el nacionalsocialismo nazi o el nacional-integrismo falangista español, que han sido sus concreciones históricas más conocidas y, además, las que más han influido en América. Otras variantes –ya en el plano de la organización política- menos conocidas, fueron la Guardia de Hierro en Rumania, la Unión Británica de Fascistas en Inglaterra, las Cruces Flechadas en Hungría, la Ustashi en Croacia, el Partido Popular Francés y Unión Nacional en Portugal.  La segunda cara sería la encarnación de esa doctrina en un régimen determinado. Tal vez el más nítido haya sido el del nazismo. La tercera vendría a ser cualquier régimen o gobierno que, a partir de un conjunto de ideas antidemocráticas, viole sistemáticamente los derechos humanos y ejerza el poder mediante la aplicación de prácticas terroristas. En América Latina, el modelo más representativo fue el de la dictadura de Pinochet en Chile. Esta última faceta es la que ha dado cabida a una designación tan amplia sobre el fenómeno fascista a nivel mundial. Como sabemos, fascismo se deriva de los facie di combatimento –brigadas de combate- que instituyó Mussolini para sus acciones de masas. Facio, del latín faci, es el haz que sostenía la unidad del Imperio Romano. Ese símbolo sirvió también como identificador icónico para el falangismo español y para sus congéneres latinoamericanos, Copei en Venezuela y la Democracia Cristiana en Chile, cuyo antecedente inmediato, la Falange, tenía como logo un haz de trigo, luego sintetizado –para evitar una identificación tan evidente- en una punta de flecha. Coincidencias sospechosas que desaparecieron por el desprestigio internacional del régimen franquista, con el cual la democracia cristiana mundial tuvo ingratas cercanías. Mediante este procedimiento lingüístico traslaticio, la palabra fascismo asume la inmensa carga semántica de todas las formas, tanto genealógicas como generatrices, de los regímenes de ultraderecha que violan en forma flagrante y extrema los derechos humanos. Esta circunstancia ha generado un justificado reclamo, en particular del ámbito académico. Se plantea que se estaría incurriendo en una errónea atribución taxonómica al sobrecargar polisémicamente el vocablo “fascismo”., con lo cual se corre el riesgo de tildar de fascista a todo régimen autoritario. El planteamiento se hace basándose en el principio de que todo vocablo o enunciado, y en particular aquellos que implican conceptos vinculados a cualquier área del saber, están marcados en su uso por las determinaciones propias del campo discursivo. Se trata de advertir, en este caso, sobre el uso del término, en las Ciencias Sociales, solo cuando se alude a un fenómeno a cuyo evento concurren solo un determinado conjunto de características que lo definen. Sin embargo, también hay que reconocer que en la jerga política de todo el mundo y, por supuesto, con mayor frecuencia, en el campo de la confrontación política contingente, la palabra “fascismo” se ha cargado en el uso cotidiano de una significación múltiple que ni las academias de la lengua ni los estudiosos de las ciencias sociales pueden obviar y, menos aún, desconocer. El criterio del uso, avalado por la palabra sabia de don Andrés Bello y por los estudios lexicológicos inobjetables de Ángel Rosenblat, siempre termina en estos ámbitos por ser decisorio. Para obviar ese riesgo, hay quienes prefieren usar “nazifascismo” para los casos históricos más nítidos, pero también se les objeta el hecho cierto de que, a pesar de algunos elementos comunes y de sus coincidencias estratégicas, no hay una identificación plena entre el fascismo italiano y el nazismo alemán. Otra fórmula, también riesgosa, y además confusionista, es aquella a la que acuden los que intentan taxonomías más ceñidas. Es el caso de José Ignacio López Soria en El pensamiento fascista (1930-1945), antología y estudio sobre el fascismo en el Perú, que distingue entre “fascismo aristocrático”, “fascismo mesocrático” y “fascismo popular”, atribuidos los dos primeros a José de la Riva Agüero y a Raúl Ferrero Rebagliati, y el último, a La Unión Revolucionaria. Y la otra, que ha tenido más aceptación y que es de uso frecuente entre políticos con formación académica, prefiere hablar de “neofascismo”, sobre todo en los casos de los regímenes subsidiarios y derivados que comparten rasgos básicos con los fascismos históricos, y más aún cuando se trata de movimientos o regímenes de las últimas décadas.
            Lo que sí me parece pertinente es distinguir entre el fascismo en el poder y el fascismo en la oposición. Lo señalo porque tanto la fórmula italiana como la alemana, que luego se ampliaron y tuvieron expresiones nacionales diferenciadas en casi toda Europa, fueron los dos modelos clásicos que marcaron la historia del fascismo mundial, pero, en cambio, los fascismos en la oposición son tan variados y específicos que, aunque comparten algunos elementos comunes, habría que hacer un estudio más a fondo para poder hablar con propiedad de los llamados “neofascismos”. Por ejemplo, en América Latina ha habido después de la Segunda Guerra Mundial algo así como ciclos de dictaduras militares, todas impuestas por el imperialismo norteamericano en el desarrollo de la estrategia de contención del comunismo implementada inicialmente por el gobierno de Truman y continuada consecuentemente por los gobiernos sucesivos hasta el evento de la Torres Gemelas de Nueva York, a partir de lo cual el “comunismo” se trasmuta como por arte de magia en “terrorismo”.  “De esa historia yo tengo un rollo”, como dice la voz del común.  Ya sabemos de qué se trata y, además, lo hemos vivido, mejor, lo hemos padecido y, sobre todo, lo siguen padeciendo los pueblos invadidos y masacrados de Afganistán, de Irak, de Libia y, ahora, ¡luchemos para que no sea así!, de Siria. Decíamos que en América Latina hubo, después de la Segunda Guerra, dos oleadas de dictaduras militares, la primera, en la década del 50 (Pérez Jiménez en Venezuela, Remón en Panamá, Rojas Pinilla en Colombia, Odría en Perú, Aramburu en Argentina, Batista en Cuba), y la segunda, en la década de  los 60 y los 70, después de la Revolución Cubana y, particularmente, del golpe en Chile contra el gobierno de la Unidad Popular (en Brasil, entre 1964 y 1985, los llamados “gorilas” Castello Branco, Costa e Silva, Garrastazu Medici, Geisel y Figuereido; en Argentina, entre 1966 y 1970, Onganía, y entre 1976 y 1982, Videla, Viola y Galtieri; en Uruguay, entre 1976 y 1984, Bordaberry, y en Chile, entre 1973 y 1900, Pinochet). Es evidente que, entre las dictaduras del primer ciclo y las del segundo hay diferencias notorias, entre otras cosas porque para borrar de la mente de todo un continente los malos ejemplos de la Revolución Cubana y la reincidencia del socialismo con Allende, se requería la implantación de algo más que una simple dictadura. Tal vez por eso es que se tiende a denominar a las dictaduras del segundo ciclo como regímenes fascistas y a los otros no. En general, podríamos decir que la calificación de fascista solo se aplica cuando, junto a la violación de los derechos humanos y la liquidación de la democracia burguesa, se incorporan ingredientes de la ideología más extremista del capitalismo en la conducción del Estado junto con los métodos terroristas más extremos contra todo el espectro político progresista y revolucionario. Esta es apenas una aproximación al problema. Sé que es un tema polémico y pienso que habría que someterlo a un examen más riguroso.
            Otra cosa es el fascismo en la oposición. Habría que analizarlo tanto por regiones como por etapas. En Europa, durante el período en que asumieron el poder los nazifascistas e, incluso, durante el desarrollo de la Segunda Guerra, el contagio fue mundial. El fascismo se expresó de múltiples formas. A nivel teórico y en el campo de la propaganda y la agitación, aunque minoritario, logró movilizar a grupos muy aguerridos de los sectores derechistas más cerriles. En Latinoamérica, especialmente en el cono Sur, y también en Brasil, tuvieron mucha presencia. Allí influyó, en gran medida, la inmensa inmigración europea, en Argentina básicamente italiana y en Chile, alemana. En Chile la confrontación fue muy violenta. Cuando salían en sus actos de masa los obreros de la FOCH, central obrera fundada por Luis Emilio Recabarren, y los grupos socialistas y comunistas, en actividades de propaganda, las brigadas fascistas –más bien, nazistas- provocaban enfrentamientos de extremada violencia. Hubo, incluso, una situación extrema, muy lamentable, cuando, el 5 de septiembre de 1938, 80 jóvenes de la juventud nazi, militantes del Movimiento Nacional Socialista de Chile, tomaron el edificio del Seguro Obrero, donde mataron a un carabinero y secuestraron a los empleados, y la sede de la Universidad de Chile, donde también secuestraron al rector. Gobernaba el famoso líder de la derecha populista, Arturo Alessandri Palma, y los nazis querían forzar una acción desestabilizadora para provocar un golpe de Estado. Ante la negativa de los tomistas de desalojar esos locales, las fuerzas armadas los redujeron y fusilaron a más 63. Este episodio, que aún se recuerda en Chile como algo inusitado en un país famoso por su institucionalidad democrática, ilustra bastante bien las características que asumía el fascismo en la oposición desde sus primeras incursiones en la vida política del continente. En Chile no existe la palabra “arrechera”, pero el talante es el mismo que los que la invocan hoy. El resultado es muy similar allá y aquí y en tiempos muy distantes:  enfrentamientos de gran violencia física de brigadas armadas, allá por las razones ya explicadas y aquí por el desconocimiento de las decisiones legítimas de las instituciones democráticas. ¿Es, pues, un exceso establecer una semejanza entre eventos tan distantes en el tiempo? ¿Es, acaso, un exceso llamar fascistas a estos políticos “arrechos” de hoy?  Si se sumara este caso, que dejó un saldo trágico de doce muertos y más de cien heridos, a los numerosísimos hechos de violencia verbal y física, de violación flagrante de la legalidad democrática y de acciones desestabilizadoras y terroristas en todo lo que va de siglo, los historiadores y los analistas políticos que siguen con atención lo que está pasando en nuestro país se quedarían cortos con el simple cognomento de fascista para el núcleo más agresivo de la oposición. A eso habría que sumarle su origen clasista, ligado a grandes empresas trasnacionales, su filiación ideológica inicial: “Religión, Familia y Propiedad” (¿se recuerdan de aquellos muchachitos, todos blancos y bien arregladitos, que distribuían volantes y folletos, a la salida de las misas domingueras, especialmente en Altamira? Y ¡qué curioso! A mí me recuerda al grupo de la ultraderecha fascista de la Universidad Católica de Chile, Patria y Libertad, dirigido por Jaime Guzmán, que cumplió en la campaña desestabilizadora contra Allende el mismo papel que estos “muchachos progresistas” antibolivarianos; el desprecio que sienten por nuestro pueblo, al que llaman “hordas chavistas”; el irrespeto a la persona del Presidente, a quien han llegado a nombrarle su madre y a auspiciar el magnicidio por diversos medios de comunicación; el golpe de Estado, que fracasó pero que acarreó el secuestro del Presidente durante dos días, la introducción en el poder del dirigente máximo de los empresarios vendepatria y la conculcación y desmantelamiento inmediato de toda la institucionalidad democrática; la ocupación, a partir del 22 de octubre de 2002, durante más de un año, de la plaza Altamira por grupos uniformados de oficiales de alto rango de las Fuerzas Armadas para promover una insurrección y pedir la renuncia del Presidente; los atentados dinamiteros contra varias embajadas extranjeras; una huelga petrolera,  dirigida por  la cúpula gerencial apátrida de Pdvsa, que paralizó durante más de un mes el corazón de la economía nacional; la introducción al país de un contingente de paramilitares colombianos para asesinar al Presidente; una guerra mediática implacable basada en la mentira, el escarnio de los funcionarios públicos, la generación perversa y morbosa de estados de desasosiego y miedo; las campañas desestabilizadoras basadas en el acaparamiento y la especulación de los productos de consumo masivo; la conexión  con los sectores y grupos más delirantes y desacreditados de la derecha mundial de Estados Unidos (léase “gusanera” de Miami), de Colombia (léase Uribe, la ultraderecha terrorista y su vástago preferido, los asesinos grupos paramilitares), de España (léase el fascista Partido Popular y el diario El País); el desconocimiento de todas las decisiones adversas –solo reconocen las que los favorecen-; la implementación de un mensaje equívoco que finge ser moderno, respetuoso de la legalidad democrática y amplio y cuyo caramelito empalagoso es el Progreso (¿sabrán ellos que ese era el lema sagrado de la oligarquía latinoaméricana decimonónica?). Esta incompleta, aunque suculenta lista, contiene apenas algunos de los ingredientes que deberían integrar el plato –evidentemente tóxico- que le ofrece esa oposición al pueblo venezolano. ¿Exageramos o estamos descarriados si los llamamos fascistas? Me atrevería, incluso, a proponer una nueva categoría a partir del caso venezolano. Yo la llamaría el fascismo vergonzante.
            Todo lo anterior me anima a esbozar algunas consideraciones finales. Solo son anotaciones que podrían servir de punto de partida para investigaciones y desarrollos más específicos y abarcadores.
            El fascismo nace y se desarrolla históricamente como respuesta radical y agresiva contra todo proceso revolucionario en auge, especialmente si éste es de signo marxista.
            Cuando los revolucionarios llegan al poder, el fascismo orienta toda su acción a liquidar ese gobierno, utilizando todos los medios a su alcance y, en particular, la violencia terrorista. Ejemplo: La contrarrevolución armada de toda Europa contra el poder soviético.
            Cuando los revolucionarios representan un peligro para el poder burgués, el fascismo  asume la hegemonía política para reprimir con violencia extrema a ese enemigo y para impedir que desplace a los capitalistas del poder. Ejemplo: Italia y la toma del poder por Mussolini; Alemania y el ascenso al poder de Hitler.
            En América Latina, cuando las fuerzas revolucionarias pueden tomar el poder, la alianza histórica de las oligarquías dependientes se moviliza e instala regímenes neofascistas para impedirlo, y cuando, ya en el poder, la revolución se convierte en “un mal ejemplo”, la contrarrrevolución actúa con extrema violencia e instala un régimen fascista que declara el exterminio del enemigo y gobierna con mano de hierro para impedir que renazca el enemigo o que se contagie a otros países esa nociva experiencia. Ejemplo: El golpe de Pinochet contra el gobierno de la Unidad Popular en Chile y el golpe frustrado en Venezuela contra la Revolución Bolivariana. Un dato que no amerita comentarios: apenas derrocado el presidente Allende, durante una alocución televisiva, el general Leigh, miembro de la Junta golpista, dijo que iban a “extirpar de raíz el cáncer marxista”.
            En resumen, el fascismo es la variante extrema, más radical, del capital monopólico internacional cuya función primordial es, en el sentido preventivo, tratar de detener o anular situaciones de auge revolucionario que pongan en peligro su hegemonía o, en el sentido curativo, conspirar para deponer gobiernos revolucionarios anticapitalistas. En ambos casos, sus procedimientos –fundados y legitimados por un cuerpo doctrinario de extrema derecha- se caracterizan por formas sumamente violentas que implican la violación flagrante de los derechos humanos, sociales y políticos consagrados por los organismos internacionales encargados de preservarlos. Sin embargo, estos organismos, diseñados, instalados y controlados por el polo imperialista dominante, funcionan solo cuando le conviene al hegemón imperial.
            En consecuencia, el fascismo no es un sistema económico-social diferente al sistema capitalista, sino su fachada más radical y extremista. Por eso, el fascismo es, en algunos casos, la vanguardia del capitalismo para enfrentar situaciones de auge revolucionario, y, en otros, su retaguardia para apoyar al sistema dominante cuando éste está en dificultades.
            De allí que no sea correcto tildar de fascista a todos los gobiernos de derecha, aún cuando éstos puedan ser muy represivos. Porque, al final, como término que se empieza a usar para todo, termina por perder su sentido específico y su fuerza simbólica y política. Ejemplo: la diferencia entre el gobierno de Pinochet y el de Piñera, en Chile. Lo mismo se aplica a los sistemas de pensamiento, a los movimientos sociales y a los partidos políticos. En tal sentido, no son lo mismo, aunque coincidan en muchas cosas, Acción Democrática y Copei que Primero Justicia.
            En definitiva, la insurgencia revolucionaria acarrea la emergencia contrarrevolucionaria del fascismo.
            En sentido estratégico, el fascismo intenta no solo impedir el acceso al poder de los sectores revolucionarios o de liquidar gobiernos establecidos, sino –en ambas direcciones- hace hincapié y procura, no solo que todo sea muy notorio, sino que se haga con métodos y procedimientos tan violentos y extremos como para que sirva de escarmiento y no quede ninguna duda de que, aunque haya que violar la legalidad democrática, lo volverían a ejecutar igual o peor si la situación lo justifica. Un ejemplo es la similitud entre el golpe de Estado en Indonesia contra el gobierno de Sukarno el 30 de septiembre de 1965, cuando se asesinó fríamente a seis generales, hubo entre quinientos mil a un millón de muertos y se exterminó casi totalmente a la militancia comunista, y el golpe contra Allende, con resultados muy parecidos. Estas escalofriantes semejanzas nos deben alertar sobre los riesgos que corren los procesos revolucionarios actuales en Nuestra América. Por eso, preservarlos y defenderlos son tareas primordiales de este momento histórico.  
            Aquí también hay un contingente neofascista que ha logrado hegemonizar la oposición a la Revolución Bolivariana. Nuestro reto es, primero conocerlo, estudiarlo, desnudarlo, denunciarlo y, en definitiva, neutralizarlo y aislarlo. En tal sentido, los nuevos historiadores tienen, entre otras tareas, además de rescatar y de reinterpretar el pasado, el reto de estudiar concienzudamente este fenómeno del presente y entregarnos herramientas para enfrentar con mayor seguridad al neofascismo, que es, en estrecha alianza con el gran imperio, el enemigo fundamental de nuestra democracia revolucionaria.
            Se supone que ese trabajo debería partir de un detallado estudio de las clases sociales en el país y de su evolución durante la Cuarta República hasta nuestros días. Y en particular, creo que es sumamente importante revisar el papel que han jugado y están jugando las capas medias en todo este trayecto histórico. Su correcta ubicación en el espectro doctrinario y político nacional ha sido y sigue siendo decisivo. No hay que perder de vista que el proceso revolucionario bolivariano se las juega en las urnas. Y que los ajustes tácticos del futuro inmediato dependen, en gran medida, del grado de compromiso ideológico y político de ese gran contingente social, que ha sido y sigue siendo presa fácil de las acechanzas de los sectores fascistizados de la derecha criolla. A propósito, todavía no logro explicarme la inexistencia de un espacio claramente definido de producción, debate y divulgación teórica, en el que puedan concurrir libremente todas las organizaciones e individualidades progresistas y revolucionarias para exponer y discutir las cuestiones esenciales que atañen al desarrollo y profundización de la Revolución Bolivariana. La experiencia nos demuestra que, sin un conocimiento amplio y cabal de la realidad nacional, es imposible avanzar con claridad de miras en los procesos de cambio revolucionarios. Espero que esta carencia, que implica una debilidad significativa en el frente teórico, se pueda resolver a corto plazo. El estado de cosas actual nos dice que es una exigencia de primerísima importancia, pues atañe a uno de los centros neurálgicos de toda revolución. Un descuido en tal sentido nos puede conducir, sin vuelta atrás, al barranco electoralista y, peor aún, a los despeñaderos del pragmatismo político. Aunque se está publicando y debatiendo mucho sobre temas internacionales, sobre las novedades aportadas por la experiencia venezolana y por la de otros países del continente y sobre aspectos históricos nacionales que estaban abandonados o mañosamente distorsionados por los ideólogos burgueses, hacen falta análisis de coyuntura, estudios específicos de la realidad nacional que inserten el estado actual de las cosas en el torrente de la crisis capitalista global.
            Una consideración final sobre algo que flota en el ambiente y, supongo, está en la mente de todos ustedes. Se trata de lo siguiente: si bien es cierto que la Revolución Bolivariana ha salido airosa en todos, menos en uno, de los eventos de consulta popular y que sigue teniendo ese apoyo, aunque con una merma preocupante, la contrarrevolución sigue siendo, más que un adversario leal, un enemigo de consideración. Un nuevo triunfo electoral de la revolución sería, sin duda, solo la disipación de la posibilidad del acceso al poder  de los neofascistas criollos, pero no su derrota total. Al respecto, hay que tener presente dos cosas: la primera es que su suelo social interno lo constituye la inconmovible aceptación de su mensaje por parte de amplios sectores fanatizados de las capas medias e, incluso, de trabajadores ganados para su causa mediante la intensa guerra mediática opositora; y la segunda es que su apoyo ideológico, político, mediático y financiero fundamental está afuera, en los centros hegemónicos del capitalismo. Lo previsible, a mi juicio, es que sus derrotas electorales en el futuro inmediato, no solo en Venezuela, sino en todo el continente, lo irán arrinconando cada vez más, pero, al mismo tiempo, lo pueden convertir en un núcleo más homogéneo y compacto y, por tanto, más peligroso. Y seguramente, como respuesta a la ampliación y consolidación –también previsible- del frente antiimperialista latinoamericano y caribeño, se hagan equivalentemente más agresivos  y arrecien, con asesoría y financiamiento externo, las acciones de sabotaje y de carácter terrorista. En ese caso, estaríamos ante un neofascismo ultraderechista de la más alta peligrosidad. Hay que prepararse, pues, para combatir contra un enemigo reducido y ávido de venganza, pero ahora mucho mejor apertrechados técnicamente que los facie de combatimento  originarios. En tanto enemigo del catastrofismo, espero estar equivocado. En todo caso, la mejor manera de derrotar al fascismo es ganar la batalla de las ideas. Nosotros contamos con varios contrafuegos muy importantes. Además del apoyo mayoritario de nuestro pueblo y el de los pueblos y gobiernos revolucionarios y progresistas del continente, disponemos de uno, de carácter disuasivo, que es la unidad cívico-militar. Pero si queremos disponer de un contrafuego mucho más eficiente y efectivo y que es además estratégico y preventivo, debemos hacer más esfuerzos aún para ampliar y fortalecer el de la conciencia. No lo descuidemos.

                                                                                                          Luis Navarrete Orta

                                                                                  Caracas, 25 de septiembre de 2013

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