martes, 4 de octubre de 2011

La Machincuepa


Encontré esta historia y por asociación me vino a la mente la oposición venezolana y una de sus candidatas





La calle de la Machincuepa

por Alejandra McCartney
Publicado: 17-08-11 07:14 AM 3 Comentarios


(Hoy Tercera de la Soledad)

De esta singular y curiosa historia, algunos han dicho que si sucedió en realidad, y otros más dicen que es puro cuento, pero lo sí es seguro, es que es una de las leyendas más importantes y emblemáticas de nuestro Centro Histórico. ¿Me acompañas en este viaje?

Durante la época de la Colonia vivió cierto caballero llamado Don Martín Arellano, quien era muy afecto a comer abundantes banquetes que disfrutaba con singular alegría; pero llegó un día en que hizo un enorme disgusto por cierto negocio, lo que le provocó una embolia cerebral que lo dejó para el resto de sus días postrado en una silla y sin casi poder hablar, el pobre hombre apenas podía comer y medio hablar; lo peor del caso fue que los médicos le prohibieron comer todos aquellos suculentos manjares de los que tanto disfrutó en algún tiempo, esto por temor de que fuera a repetirse la enfermedad. El infeliz señor no encontraba consuelo y paz en su alma, todo lo deseaba y anhelaba, y finalmente comprendió que aquella salud de hierro de la que tanto gozó jamás volvería a su cuerpo.

Don Martín nunca contrajo nupcias, pero siempre llevó una vida recatada y limpia, lejos de cosas ilícitas, ocupándose solo de sus negocios mercantiles, siendo todo su tráfico y trato el de la seda, dándose muy buena vida con las ganancias que obtenía, pues con el paso de los años llegó a amasar una fortuna bastante cuantiosa, también se convirtió en dueño de varias casas en las mejores calles y fincas rústicas, con las que obtenía grandes utilidades.

Todo lo que Don Martín tenía de ser un exitoso hombre de negocios, su hermano en cambio siempre fue torpe, inútil y acomplejado; argumentado siempre que la suerte estaba en su contra, pues cosa que el emprendía siempre le salía mal, llevándolo su mala estrella siempre hacia el fracaso.

Sucedió entonces que se le muere la esposa de la epidemia de cocolixtle, quedando el pobre hombre sepultado en la tristeza de su ausencia, dolor que lo consumió poco a poco llevándolo a entregar su alma por unas recísimas calenturas; pero aquí no acaba la historia, pues dejó a su hija Trinidad huérfana, a quien don Martín acogió con mucho cariño en su casa, llegando a ser con un segundo padre para ella.

Pero esta muchacha era altiva, dura, cruel, siempre empedernida y obstinada en su orgullo, los regalos y caricias de su tío no ablandaban su cruel corazón. De los criados se hacía temer con malos modos. A todo mundo trataba con altiva descortesía, pero con don Martín se ensañaba más que con nadie, siempre lo veía con gesto torcido airado, le hablaba solo con desprecio y alejamiento; el buen hombre le hablaba y ella solo respondía dándole la espalda, jamás le daba contestación a sus preguntas y si alguna vez llegaba a hacerlo, le respondía con palabras cortantes.

La gente al ver este comportamiento, comentaba que don Martín no era quien le daba cariñoso amparo, sino que ella era “la que favorecía al don Martín”.
El dinero que despilfarraba en lujos doña Trinidad salían de la generosa bolsa de su tío, quien jamás le puso límites a sus gastos, todo lo contrario, pues le complacía verla crujir sedas, arrastrar brocados y resplandecer joyas, andando siempre llena de adornos y ropa muy costosa, parecía arbolito de Navidad. La arrogante damita quería vestirse con la mayor suntuosidad que las elegantes de México, lucir y ser admirada, saliendo cada día con nuevas y vistosas galas desvaneciéndose en un rico vestido, lleno de esplendor y lustre.

Cuidaba hasta el más mínimo detalle de su arreglo personal: maquillaje perfecto, los rizos bien acomodados, perfilarse las cejas, pulirse el lunar, curarse las manos con cebillos olorosos para aumentar si deliciosa tersura; dando como resultado a la vanidad en su estado más puro.
Doña Trinidad solo vivía para darle rienda suelta a su vanidad y para molestar en todo momento a su pobre tío, quien generosamente le tendió la mano para sacarla de la miseria en que había vivido con su padre. Y por si esto fuera poco, a la altiva damita disfrutaba que la llenaran de halagos y alabanzas, que con el dinero que tenía nunca le faltaban; llegando a quedar embriagada de presunción, ya quería casi competir con las estrellas.

Y los habitantes de la Capital se preguntaban ¿Qué iba a pasar con los bienes de Don Martín?, ya que el buen hombre no tenía más herederos que si soberbia sobrina, y por esa razón a la dama no le faltaban pretendientes que le cantaran melosamente al oído, pero a todos los despedía por igual haciéndoles crueles burlas; así todos los que aspiraban a enamorarla salían con el rabo entre las patas, pues su orgullo no toleraba esta clase de cortejos, viéndolos como algo insignificante, valiendo lo que una pelusa o un comino, y los tenía por tontos y mentecatos.

Por donde quiera que esta muchacha pusiera sus pies, sembraba malas voluntades; tal parecía que el hecho de ganarse el odio de la gente le causara cierto placer, en especial le gustaba manifestar este sentimiento hacia su pobre tío, el simple hecho de verlo hacía que le hirviera la sangre, y cualquier pretexto era bueno para decirle frases cargadas de crueldad y abominables groserías; siendo que don Martín lo único que recibía era bondad, cariño, bienes y ternura constante.
El buen hombre se iba consumiendo poco a poco en aquella tristeza, pues sin razón alguna la frívola y tonta de su sobrina lo único que hacía era despreciarlo, le dolían como terribles heridas aquellas palabras cargadas ponzoña y maldad. En el corazón de doña Trinidad no existían los sentimientos de la caridad, la prudencia y el agradecimiento.

Entre la tristeza que tenía embargada el alma de don Martín, un día salió de sus pensamientos melancólicos y esbozó una amplia sonrisa, se quedó meditando durante un rato y soltó una estridente carcajada; con esta alegre risa solicitó que lo colocaran frente a una mesa para hacer su testamento, y estuvo batallando durante bastante tiempo porque se le dificultaba escribir. Una vez terminado, enrolló el pergamino cuidadosamente, lo lacró por varias partes, le puso un sin número de firmas, rúbricas y sellos con estampilla; al hacer todas estas operaciones, lo único que hacía el señor era sonreír. ¿Qué maquiavélica idea se le habrá ocurrido?
Mandó llamar a un escribano y le entregó su última voluntad. Durante todo el día continuó riéndose, argumentando que solo era gozo venido del cielo.

Doña Trinidad continuó tratando a su tío como a un trapo viejo, despidiendo pretendientes y ostentando sus lujos a toda hora del día; el corazón le daba vuelcos de emoción con solo pensar que la fortuna de su enfermo tío iba a pasar a sus manos, y lo mejor de todo es que no iba a tardar mucho en morirse, debido al mal que había venido de súbito y los malos tratos que recibía de ella.
Y como no hay día que no llegue ni plazo que no se cumpla, por fin llegó el día en que don Martín de Arellano entregó su alma al creador. ¡Por fin doña Trinidad era la dueña absoluta de todo!

Días después fue abierto el testamento, y al escuchar lo que decía, la dama sintió que se moría del berrinche, gritó y pataleó hasta que se cansó. Don Martín la dejaba como dueña absoluta de la fortuna, pero la condición para tomar los bienes en posesión, era que con el más lujoso de sus tajes y las más esplendorosas joyas, fuera a la Plaza de Santo Domingo, en donde se alzaría un tablado para que ahí hiciera una voltereta en el aire o mejor conocida en México como manchincuepa. A doña Trinidad casi le da un soponcio al oír que tendría que hacer semejante cosa, y más cuando el notario le dijo que si se negaba a hacer la maroma, perdería toda su herencia y pasaría a manos de conventos de monjas y frailes. Con la mayor rabia del mundo le echó feroces maldiciones a su tío, vertía ponzoña por la boca, prefería morir antes de soportar semejante humillación en público.

Días después, cuando se le hubo pasado un poco el coraje, comenzó a analizar la situación con la cabeza fría, poniéndolo todo en una balanza: Si hacía la voltereta, iba a tener que soportar la humillación y las burlas, pero por el otro lado iba a tener las riquezas para toda la vida; y si se negaba tendría que volver a ser pobre y de paso todos se burlarían grandemente de ella. Su temor a la miseria pudo más que todo y tragándose su ego y su orgullo aceptó a dar aquel espectáculo, claro que sin olvidar echarle de maldiciones a su tío a todas horas. Se mordía las manos de despecho y lloraba de puro coraje.

El tablado se alzó en el lugar antes mencionado, y la noticia corrió como pólvora por toda la ciudad. La gente comenzó a llegar metiéndose por las casas y dando muerta de risa, la Plaza de Santo Domingo se llenó en su totalidad, no cabía ni un grano de arroz; desde ventanas, balcones y azoteas se arracimaba la gente, curiosa de presenciar la humillación de aquella mujer que se creía superior a todos. De repente aparece Doña Trinidad con un gran traje de capichola verde – mar bordado con flores de oro, lleno de trepas de encajes y brilladoras ondeas de galones; de su pecho muy levantado salían las luces de las joyas, las había también en su cuello, orejas, pulsos y dedos.

Subió al tablado con pasos firmes y decididos, derramando desprecio en su mirada; procedió a inclinarse hasta no poner en el tarimón la cabeza llena de rizos, plumas y lazos con pedrería, y echando rápidamente los pies hacia arriba dio con mucha soltura una voltereta envidiable. Después de trazar sus piernas ese semicírculo, cayó de espaldas con ruidoso batacazo entre un confuso rumor de sedas estrujadas. Se levantó roja de rabia, escuchando las carcajadas de la multitud que parecían interminables, y no hubo una sola persona que no hiciera burla, escarnio y mofa por un largo tiempo.
Se cuenta que doña Trinidad estuvo ensayando días antes la susodicha voltereta para darle ligereza en el cadalso para acabar rápido la oprobiosa humillación, y todo por no enfrentarse a la miseria.

Mostrando una braveza grande y mordiendo sus joyas, se subió a su carruaje echando fuego por los ojos y abanicándose sin cesar. Se encerró en su casa ciega de enojo, no podía ni hablar, no volvió a salir jamás. Al verse sola y despreciada, decidió vender todo lo que tenía y se fue sin que se supiera cuando, unos decían que se había marchado a la Tierra Firme y otros más que a Castilla del Oro. La altiva y desdeñosa dama se marchó, pero la calle en que estuvo su mansión se le llamó a partir de entonces como la Manchincuepa, la que echó interesadamente ante todo México para retener una suculenta fortuna.

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